¿Por qué cuesta tanto adaptarse a la comida en un nuevo país?

Mientras escribía mi blog anterior, sobre las quejas frecuentes de los expatriados cuando se cambian de país, descubrí que la alimentación es el factor al que más cuesta adaptarse.

Y me quedé pensando, ¿por qué la alimentación y no el idioma, las diferencias culturales, u otro factor cualquiera?

Entonces me conecté con el rol emocional que tiene la comida.

 

“Todo vínculo afectivo es también alimento emocional” (Laura Gutman).

 

Existe una íntima relación entre comida y emociones. La Psicología de la Nutrición (o Psiconutrición) considera las emociones y conductas, así como el contexto social y de relaciones de las personas para vincularlas con la conducta alimentaria.

La Psiconutrición, entonces, revisa la relación entre comida y emoción, especialmente en momentos de estrés o ansiedad. Y, como sabemos, las condiciones y circunstancias (como por ejemplo vivir fuera del país de origen) juegan un rol importante en las emociones.

Ellos han desarrollado el concepto de “hambre emocional” refiriéndose a la conducta desadaptativa, donde las personas comen para compensar malos momentos que puedan estar atravesando, o calmar emociones desagradables que puedan estar experimentando.

La comida produce placer, eso lo sabemos todos. A nivel de neurotransmisores, la dopamina es la responsable de generar esta sensación de placer y alivio, entonces las emociones desagradables palidecen momentáneamente, y podemos creer que comer algo nos va a ahorrar el mal momento.

Así es como entonces, la comida pasa a ser un refuerzo inmediato para aliviar el estrés, ansiedad, miedo o cualquiera que sea la emoción negativa del momento. Y como refuerzo, se perpetúa, es decir, se establece el círculo vicioso.

Entonces, cuando experimentamos emociones negativas (como tristeza o desamparo), es posible buscar calmar esta emoción a través de comida que nos evoque emociones positivas. Por ejemplo, recordar el bizcocho de la Abuela cuando la visitábamos, o el chocolate con el que nos esperaba. Por eso decimos que también comemos para sentirnos bien emocionalmente.

Entonces comer se transforma no únicamente en un acto mediante el cual alimentamos el cuerpo, sino también el corazón. Y por eso muchas personas sostienen que la alimentación puede regular las emociones, y las emociones pueden regular la alimentación.

Pero ¿cómo se relaciona el hambre emocional con los expatriados? Cuando estamos lejos buscamos sabores grabados en la memoria, de modo de poder satisfacer y calmar nuestra necesidad de lo conocido, de lo seguro, como representando al cariño con que recibíamos la comida cuando niños.

El “alimento afectivo” es crítico para nuestro desarrollo psicoemocional, desde recién nacido en adelante. Desde ese momento, el alimento adquiere un significado emocional asociado al placer: los bebés lloran por hambre y se calman cuando reciben su leche, que además es tibia, dulce, y entregada con ternura, protección, amor. Y así, a través de este lenguaje, también aprendemos a relacionarnos con la madre, y luego con la vida a través de la comida.

 

Aprendemos a comer y aprendemos a amar a la vez.” (desconocido)

 

Entonces, podemos afirmar que nuestra conducta alimentaria y el vínculo con cómo nos sentimos se forja tempranamente en la vida. Aprendemos a vincular ciertos sabores y olores con las emociones que nos han evocado, por ejemplo, el bizcocho de la abuela. Y basamos nuestras elecciones alimentarias adultas en función de nuestras vivencias tempranas. Dicho de otro modo, cuando adultos vamos a buscar esas emociones de seguridad, ternura, dedicación que sentíamos cuando niños a través de la ingesta de esa comida, de recrear recuerdos de esa comida, y de tratar de reproducirla.

Por eso, cuando grande las recetas de la familia adquieren tanto valor para algunas personas. Todavía recuerdo y saboreo las albóndigas de mi abuela, pero nunca las logré reproducir, ni nadie de mi familia, pero aprendí a hacer otras cosas que también me hacen feliz 😉.

Y cuando uno vive lejos, los sabores propios de la familia y/o cultura en la que uno creció tiene ese preciso valor: traer al presente la sensación de ternura, seguridad, protección, entrega, placer que sentíamos cuando éramos niños.

Como Rocío Martin escribió en el Diario de Navarra: “Pongámonos en cualquier comida que se prepara con tesón para celebrar, un cumpleaños, un bautizo, una boda, la Navidad, suele estar asociada en la infancia a una sensación de seguridad y protección importante, cuánto adulto acogedor a quien recurrir. No falta de nada y menos que nada comida y alrededor de ella la familia, la compañía y el amor de la gente en quien confiamos.”

Es cierto que, en el día a día, reconocer de dónde viene esta necesidad de comer lo que se extraña es un proceso mucho menos consciente de lo que podemos identificar, pero dada la pregunta inicial de por qué es tan importante la alimentación en nuestra adaptación a otro lugar, este planteamiento cobra todo el sentido.

Entonces, lograr encontrar los ingredientes que uno conoce en el supermercado cuando te cambias de país es relevante, y tienen una relevancia distinta a la de sencillamente encontrar el ingrediente o no. Sino que tiene que ver con la posibilidad de evocar emociones placenteras, que desde niños nos acompañan, que tienen que ver con nuestras raíces. Entonces se entiende que la frustración no es por el ingrediente, sino por la necesidad de calmar emociones negativas que abundan cuando uno vive en el extranjero, especialmente durante el período de adaptación.

Sentimos nostalgia por la comida, pero más por las emociones asociadas a esa comida, como cuando éramos niños y nos preparaban sopa de pollo. La sopa de pollo no tiene tanto valor en sí misma como la sensación de protección, cuidado y amor. Hoy, de adultos, preparamos sopa de pollo toda vez que queremos cuidar al otro, nos sentimos enfermos o sencillamente queremos confortarnos.

Consumir el alimento que representa amor, seguridad, compañía, contención, es como llenar un vacío, consolar o aliviar un dolor mágicamente, por el sólo hecho de consumirlo.

Incluso en lo cotidiano podemos identificar, cuando nos reunimos, que disfrutamos en torno a la comida, y sentimos bienestar en torno a la mesa con los que uno quiere. Es una experiencia formativa para los niños que participan de la tertulia, así como también permite a los adultos disfrutar de un momento agradable (disfrute más hedonista).

Entonces es natural querer consumir y compartir en el extranjero la comida propia de nuestra niñez o cultura por lo que ésta representa, y no necesariamente por el antojo del momento. Por eso juega un rol tan importante durante la adaptación de las personas a un nuevo país.